Cuántas aventuras
nos aguardan
de Inés Bortagaray (Verbum, Montevideo, 2018), según refiere la contraportada
es el viaje de una mujer adentrándose con ojos de expedicionaria en la selva de
todos los días. Como en los sueños, el paisaje se va construyendo, fragmentario,
a partir de diálogos, recuerdos o viñetas que confluyen caprichosamente bajo la
mirada vigilante de quien debe cruzar una cañada en la que habita un yacaré o
internarse en un monte salvaje. Es un terreno de espejos rotos donde el mayor
peligro es entrever a quienes podríamos haber sido, o incluso peor, a quienes
ya somos.
La guionista y escritora
uruguaya Inés Bortagaray (Salto, 1975) rompe el silencio de más de una
década con un prólogo o limbo de las novelas abandonadas trazando el itinerario
de este libro. Con su voz poderosa y personalísima, vuelve a producir
literatura de la mejor con la sustancia primaria de la que están hechas las
miserias más íntimas y los pequeños triunfos cotidianos.
Así en primer término
asistimos a la recogida de los niños a la salida de la escuela un día en que la
lluvia les sorprende, o a dormir viendo en la tele las Olimpiadas, o a
preguntarse dónde están los pájaros que mueren y los perros y los cadáveres de
todas las mascotas. Otro día nos lleva de paseo bajo los árboles un día helado
de junio, o se fija en el hombre que cruza la calle mirando la facultad de
Arquitectura, con la vista hacia arriba y orientada a lo lejos. El viaje en
ómnibus sirve para reflexionar sobre el paso del tiempo y el cambio que experimentan
las personas. También la playa es un buen escenario de gente variopinta, que
lleva a su autora a la reflexión de que la actividad no se explica por el éxito
sino por la acción, sino por el
acto de fe de creer en lo que se hace. Son recurrentes sus visitas a la
masajista Margaret para calmar sus dolencias, o la lectura en la cama de su
compañero, mientras ella, con la tele encendida, transcribe el diálogo de las
escenas que se suceden hasta caer en la cuenta de que él se ha dormido y
entonces decide apagar la tele. No faltan los vociferantes en un bar que
consideran una desventura la vejez. Sin embargo, seguir viviendo hace nuestros
cariños más largos o deja espacio para más cariño. Y se pregunta si querer no
es lo mismo que estar vivo y tener tiempo para apreciar lo que nace y crece a
nuestro alrededor.
La compra de las alianzas y
el maleficio del joyero, el diagnóstico del doctor, el evitar hablar de la
muerte, el anuncio televisivo de pompas fúnebres, el nido de la paloma con sus
pichones, una celebración familiar con lluvia de reproches, las veinticuatro
horas de una madre con sus tareas cotidianas: cambio de pañales, amamantar a su
hijo, bañarlo y siguiendo las noticias, escuchando música.... El recuerdo de
los disfraces de mascaritas y reinas, la nueva inquilina del sexto, la
dificultad de trabajar en casa cuando alrededor hay niños y se acumulan las
tareas, la dificultad de aparcar el coche en la universidad, el recuerdo de
cruzar la plaza evitando ser blanco de alguna cerbatana, las conversaciones de
cumpleaños, la visita cada martes al mercado (a la feria) y comprar verduras,
huevos, queso, almendras y la sonrisa de Atilo, su bonhomía y generosidad.
Conversaciones sobre las cualidades que más se valoran en las personas y los
defectos. Y el diálogo entre un niño de doce años y su hermanita. El chico le
asegura que dentro de año y medio la niña se convertirá en gato. Aduce que a él
le pasó cuando tenía siete años. Se convirtió en pescado: un pejirrey, nada
menos. Más conversaciones como la mantenida sobre el pacto de relación abierta
de una pareja de amigos, o el encuentro en las gradas del polideportivo con dos
niñas de unos ocho años mientras esperaban la salida de gimnasia de Gregorio.
El recuerdo de una excursión a Bariloche de veinticuatro adolescentes:
dieciséis chicas y ocho chicos. Los guías a la hora del recuento vieron que
faltaba un compañero. Cuando salieron en su busca apareció el rezagado con la
mirada hosca, un tanto desastrado, con la camisa mal abrochada y los mocasines
en la mano. Otras historias tienen cabida como los asuntos de la vida en pareja
que a veces dificultan la convivencia. La receptividad que presentan los niños
ante la situación familiar de los compañeros de colegio. No quieren que sus
padres se separen. La adopción de una gatita Diana y la visita al veterinario. Las arañas y
cucarachas de la casa vieja deshabitada y la excursión familiar a la montaña
entre Uruguay y Brasil en verano y diciembre acompañados de la abuela materna
ponen el punto final a este libro.
En resumen, son treinta y
ocho entradas las que se van sucediendo sin numerar y nos llevan al disfrute de
cada una de las piezas que nos ofrece la escritora Inés Bortagaray, sin perder
el encanto ni la espontaneidad que ya en su día pude apreciar en aquel librito Prontos, listos,
ya (2006)
y traducido al inglés y portugués.
M. S. Latasa Miranda