miércoles, 22 de abril de 2015

Fragmento de "Pelando la cebolla" de GÜNTER GRASS



                                                                               
Günter Grass


El fragmento que a continuación se ofrece se halla extraído del libro de memorias Pelando la cebolla.

El autor Günter Grass, remontándose a su infancia, refiere el entorno familiar y social. Muestra la reacción de la madre cuando siendo un muchacho le pide una asignación semanal similar a la de sus compañeros de colegio. Advertimos la actitud pragmática y resolutiva del chico al aceptar la propuesta de su madre y encargarse personalmente del cobro de las deudas y el correspondiente  aprendizaje que de ello deriva.                
                                     


(...) La tienda de ultramarinos, unida por un lado al corredor que conducía a la puerta del piso y que mi madre, sola, llevaba hábilmente con el nombre de Helene Graß -el padre, Wilhelm, llamado Willy, decoraba el escaparate, se ocupaba de las compras a los mayoristas y escribía los rótulos con los precios-, iba de mediano a mal. En la época de los florines, las restricciones aduaneras hacían inseguro el comercio. En todas las esquinas había competencia. Y, para que se autorizara la venta suplementaria de leche, nata, mantequilla y queso fresco, hubo que sacrificar la mitad de la cocina hacia el lado de la calle, de forma que quedara una habitación sin ventanas para la cocina de gas y la nevera. La cadena de tiendas Kaisers Kaffee-Geschäft nos quitaba cada vez más parroquianos. Sólo si todas las facturas se pagaban puntualmente suministraban su género los representantes. Había demasiados clientes al fiado. Especialmente a las mujeres de los funcionarios de aduanas, correos y policía les gustaba hacer sus compras a crédito. Se lamentaban, regateaban, pedían descuento. Los padres lo confirmaban todos los sábados, después de cerrar la tienda: "Otra vez andamos mal de fondos".

Por eso hubiera sido comprensible que la madre no pudiera permitirse darme una paga semanal. Sin embargo, como yo no dejaba de quejarme -en mi clase todos mis compañeros disponían de calderilla más o menos abundante-, me dio un cuadernillo manoseado por el uso en el que se enumeraban las deudas de todos los clientes que, como ella decía, vivían "de prestado". Veo el cuaderno ante mí, lo abro.

Con pulcra escritura están los nombres, direcciones y sumas en florines recientemente disminuidas y una y otra vez aumentadas, incluidos los céntimos. El balance de una mujer de negocios que tiene motivos para preocuparse por su tienda; y sin duda también un reflejo de la situación económica general, con el desempleo en aumento.

"El lunes vendrán los representantes y querrán dinero contante", solía decir ella. Sin embargo, la madre nunca presentó la mensualidad del colegio al hijo, ni, luego, a la hija, como algo por lo que los niños hubieran debido sentirse obligados. Nunca dijo: "Yo me sacrifico por vosotros. ¡Haced algo a cambio!".

Ella, que no tenía tiempo para una pedagogía precavida que considerase todas las repercusiones -cuando se trataba de una pelea entre mi hermana y yo que resultara demasiado ruidosa, les decía a los clientes: "Un momentico", salía apresurada de la tienda y no preguntaba: "Quién ha empezado", sino que abofeteaba en silencio a sus dos hijos y volvía a ocuparse, amable, de la clientela-; ella, cariñosamente tierna, calurosa, fácil de conmover hasta las lágrimas; ella, a la que, cuando tenía tiempo, le gustaba perderse en ensoñaciones y calificaba todo lo que consideraba hermoso de "auténticamente romántico"; ella, la más preocupada de todas las madres, dio a su hijo un día el cuadernillo y me ofreció el cinco por ciento, en florines y centavos, de las deudas que cobrara si estaba dispuesto a visitar, armado sólo de buena labia -¡la tenía!- y de aquella libreta llena de cifras en hileras, todas las tardes, o cuando encontrara tiempo al margen de aquel servicio, en su opinión pueril, de la Jungvolk, a los clientes morosos, a fin de que se vieran abocados, si no a saldar sus deudas, al menos a pagarlas a plazos.

Luego me aconsejó que pusiera especial celo la tarde de un día de la semana determinado: "Los viernes las empresas pagan, y entonces hay que ir y cobrar".

De esa forma, con diez u once años, siendo alumno de primero o segundo de secundaria, me convertí en recaudador de deudas astuto y en definitiva con éxito. A mí no se me podía despedir con una manzana o unos caramelos. Se me ocurrían palabras para ablandar el corazón de los deudores. Hasta sus excusas piadosas y untadas con vaselina me resbalaban por los oídos. Aguantaba las amenazas. Cuando alguien quería cerrar de golpe la puerta de su casa, se encontraba con mi pie interpuesto. Los viernes, aludiendo al salario semanal abonado, me mostraba especialmente exigente. Ni siquiera los domingos eran para mí sagrados. Y durante las vacaciones, cortas o largas, trabajaba el día entero.

Pronto liquidé sumas que, por razones pedagógicas, indujeron a la madre a reducir las desmesuradas ganancias de su hijo, del cinco al tres por ciento. Yo lo acepté refunfuñando. Sin embargo me dijo: "Para que no te crezcas demasiado".

En fin de cuentas, sin embargo, disponía de más fondos que muchos de mis compañeros de colegio que vivían en el Uphagenweg o el Steffensweg, en villas de doble tejado con portal de columnas, terraza abalconada y entrada de servicio, y cuyos padres eran abogados, médicos, comerciantes en cereales o, incluso, fabricantes o navieros. Mis ingresos netos se acumulaban en una caja de tabaco vacía, escondida en el nicho de la ventana. Me compraba blocs de dibujo en grandes cantidades y libros: varios volúmenes de La vida de los animales de A. E. Brehm. Al apasionado espectador le resultaba ahora asequible ir a los "palacios del cine" más alejados del barrio viejo, incluso el Roxi, cerca del parque del palacio de Oliva, incluida la ida y vuelta en tranvía. No se le escapaba ningún programa.

Entonces, en la época del Estado Libre, pasaban todavía el noticiario Fox Tünende Wochenschau, antes del documental y el largometraje. A mí me fascinaba Harry Piel. Me reía con el Gordo y el Flaco. A Charlot buscadorde oro lo vi comerse un zapato, incluidos los cordones. A Shirley Temple la encontraba tonta y sólo moderadamente monilla. Me llegó el dinero para ver varias veces una película muda de Buster Keaton, cuya comicidad me entristecía y cuya tristeza me hacía reír.

¿Fue en febrero por su cumpleaños, o el Día de la Madre? En cualquier caso, ya antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial creí estar en condiciones de regalar a mi madre algo especial, un artículo de importación. Pasé mucho tiempo ponderando ante los escaparates, disfruté de la indecisión de la elección, vacilé entre la fuente de cristal ovalada de los almacenes Sternfeld y una plancha eléctrica.

Finalmente fue el elegante producto de Siemens, cuyo enorme precio había preguntado severamente la madre pero luego ocultado a la parentela como si fuera uno de los siete pecados capitales; y tampoco el padre, seguro de poder sentirse orgulloso de su eficiente hijo, debía revelar la fuente de mi súbita riqueza. Después de utilizada, la plancha desaparecía enseguida en el aparador.


La práctica del cobro de deudas me reportó otra ganancia, que sin embargo sólo transcurridos decenios se reflejó en una prosa tangible.

Yo subía y bajaba las escaleras de las casas de alquiler, en las que según los pisos olía distinto. El olor que despide el repollo al cocerse era dominado por el hedor de la ropa sucia al hervir. Un piso más arriba olía sobre todo a gato o a pañales. Tras cada puerta de la vivienda había un mal olor peculiar. A agrio o a quemado, porque el ama decasa acababa de rizarse el pelo con tenacillas. El aroma de las señoras de edad: bolas de naftalina y colonia Uralt Lavendel. El aliento a aguardiente del pensionista viudo.

Yo aprendía al oler, oír, ver y sentir: la pobreza y pesadumbre de las familias obreras numerosas, la soberbia y la furia de los funcionarios, que maldecían en un alemán rebuscado, incapaces de pagar por principio, la necesidad de las mujeres solitarias de un poco de charla en la mesa de la cocina, el silencio amenazante y las persistentes peleas entre vecinos.

Todo ello se acumulaba interiormente como ahorro: padres que pegaban sobrios o borrachos, madres que vociferaban en los registros más agudos, niños enmudecidos o tartamudeantes, toses ferinas y crónicas, suspiros y maldiciones, lágrimas de diversos grosores, el odio a los hombres y el amor a los perros y canarios, la historia interminable del hijo pródigo, historias proletarias y pequeñoburguesas, las narradas en un bajo alemán entremezclado de maldiciones polacas, las de lenguaje oficial, cortadas y reducidas al tamaño de leños, aquellas cuyo motor era la infidelidad, y otras, que sólo después entendí como historias, que trataban de la firme voluntad del espíritu y la frágil debilidad de la carne.

Todo eso y mucho más -no sólo los palos que recibía al cobrar las deudas- se fue acumulando en mí, depositado para cuando al narrador profesional le escaseara el material, le faltaran palabras. Sólo tendría que rebobinar el tiempo, olfatear olores, clasificar hedores, volver a subir y bajar escaleras, apretar timbres o llamar a puertas, con especial frecuencia en la noche del sábado. Puede ser incluso que ese trato temprano con los florines del Estado Libre, incluidas las sumas en céntimos, y luego, a partir del treinta y nueve y del comienzo de la guerra, el cobro en marcos del Reich -las codiciadas monedas de plata de cinco marcos-, se afirmara tan permanente como práctica establecida, que me resultara fácil, sin escrúpulos, permanecer obstinado durante la posguerra, en calidad de estraperlista de artículos que escaseaban, como piedras de mechero y cuchillas de afeitar, y más tarde, como escritor, al negociar contratos con editores duros de oído y permanecer reivindicativo e inflexible.

Por eso tengo razones de sobra para estar agradecido a mi madre, porque me enseñó pronto a manejar el dinero con realismo, aunque fuera cobrando deudas. Y por eso, al ensartar el autorretrato de palabras que me exigían mis hijos Franz y Raoul, cuando en Del diario de un caracol, que escribí a comienzos de los sesenta, se dice lapidariamente: "Fui bastante bien mal educado", me refiero a mi práctica como recaudador de deudas. Me he olvidado de citar de pasada las frecuentes anginas que, antes y después de terminar mi infancia, me libraban unos días del colegio pero me impedían prestar al cliente mi atención obsesionada por el dinero. La madre llevaba al convaleciente a la cama, en un vaso, yemas de huevo revueltas con azúcar


                                                                               Günter Grass


                                                             Fragmento de Pelando la cebolla







El escritor alemán Günter  Grass había nacido en Ciudad Libre de Danzing (Polonia) el 16 de octubre de 1927 y falleció en Lübeck (Alemania) el 13 de abril de 2015, a los 87 años.

Ha sido uno de los representantes más significativos de la literatura alemana contemporánea.
Hijo de padre alemán y madre polaca, sus progenitores regentaron una tienda dultramarinos y desde muy joven manifestó inclinación por la literatura.

Prestó servicio militar en la fuerza aérea alemana durante la II Guerra Mundial, y posteriormente estudió en la Academia de Artes de Düsseldorf y en la Academia de Bellas Artes de Berlín dibujo y escultura.

Ni la cárcel ni el exilio le fueron ajenos y aunque sus primeras obras fueron piezas de teatro, su novela El tambor de hojalata (1959) le procuró mayor celebridad y fue llevada al cine. Le siguieron El gato y el ratón (1961), Años de perro  (1963) , El rodaballo (1977), El encuentro de Telgte (1979) , Partos mentales (1980), además de una extensa obra ensayística  de carácter político, social y cultural.
En Mi siglo (1999), reunió cien relatos breves, en los que sometió a examen, año por año, los principales avatares del siglo XX, mostrando especial interés por los hechos y acontcimientos relacionados con Alemania. Con la novela A paso de cangrejo (2002), vuelvió a profundizar en la historia alemana; en esta ocasión, abordando el sufrimiento de los propios alemanes durante la II Guerra Mundial a través del relato del hundimiento, en 1945, de la embarcación Wilhelm-Gustloff en el mar Báltico. Cinco decenios (2003) recoge sus reflexiones sobre la relación entre literatura y artes plásticas.
Su obra autobiográfica Pelando la cebolla (2006), fue la más controvertida, al manifestar en ella que a los 17 años formó parte de una unidad de las Waffen-SS  Al año siguiente, Günter Grass respondería a esta controversia, con el libro de poemas Dümmer August  o  Payaso de agosto.
En 1999 obtuvo el Premio Nobel de literatura y el premio Príncipe de Asturias de las Letras.



2 comentarios:

  1. Hola, muy interesante tu blog, te invito a revisar: http://recreosmexicanosenlos90s.blogspot.mx/

    ResponderEliminar