(...) La tienda de ultramarinos, unida por un lado al
corredor que conducía a la puerta del piso y que mi madre, sola, llevaba
hábilmente con el nombre de Helene Graß -el padre, Wilhelm, llamado Willy,
decoraba el escaparate, se ocupaba de las compras a los mayoristas y escribía
los rótulos con los precios-, iba de mediano a mal. En la época de los
florines, las restricciones aduaneras hacían inseguro el comercio. En todas las
esquinas había competencia. Y, para que se autorizara la venta suplementaria de
leche, nata, mantequilla y queso fresco, hubo que sacrificar la mitad de la
cocina hacia el lado de la calle, de forma que quedara una habitación sin
ventanas para la cocina de gas y la nevera. La cadena de tiendas Kaisers
Kaffee-Geschäft nos quitaba cada vez más parroquianos. Sólo si todas las
facturas se pagaban puntualmente suministraban su género los representantes.
Había demasiados clientes al fiado. Especialmente a las mujeres de los
funcionarios de aduanas, correos y policía les gustaba hacer sus compras a
crédito. Se lamentaban, regateaban, pedían descuento. Los padres lo confirmaban
todos los sábados, después de cerrar la tienda: "Otra vez andamos mal de
fondos".
Por eso hubiera sido comprensible que la madre no pudiera
permitirse darme una paga semanal. Sin embargo, como yo no dejaba de quejarme
-en mi clase todos mis compañeros disponían de calderilla más o menos
abundante-, me dio un cuadernillo manoseado por el uso en el que se enumeraban
las deudas de todos los clientes que, como ella decía, vivían "de
prestado". Veo el cuaderno ante mí, lo abro.
Con pulcra escritura están los nombres, direcciones y sumas
en florines recientemente disminuidas y una y otra vez aumentadas, incluidos
los céntimos. El balance de una mujer de negocios que tiene motivos para
preocuparse por su tienda; y sin duda también un reflejo de la situación
económica general, con el desempleo en aumento.
"El lunes vendrán los representantes y querrán dinero
contante", solía decir ella. Sin embargo, la madre nunca presentó la mensualidad
del colegio al hijo, ni, luego, a la hija, como algo por lo que los niños
hubieran debido sentirse obligados. Nunca dijo: "Yo me sacrifico por
vosotros. ¡Haced algo a cambio!".
Ella, que no tenía tiempo para una pedagogía precavida que
considerase todas las repercusiones -cuando se trataba de una pelea entre mi
hermana y yo que resultara demasiado ruidosa, les decía a los clientes:
"Un momentico", salía apresurada de la tienda y no preguntaba:
"Quién ha empezado", sino que abofeteaba en silencio a sus dos hijos
y volvía a ocuparse, amable, de la clientela-; ella, cariñosamente tierna,
calurosa, fácil de conmover hasta las lágrimas; ella, a la que, cuando tenía
tiempo, le gustaba perderse en ensoñaciones y calificaba todo lo que
consideraba hermoso de "auténticamente romántico"; ella, la más
preocupada de todas las madres, dio a su hijo un día el cuadernillo y me
ofreció el cinco por ciento, en florines y centavos, de las deudas que cobrara
si estaba dispuesto a visitar, armado sólo de buena labia -¡la tenía!- y de
aquella libreta llena de cifras en hileras, todas las tardes, o cuando
encontrara tiempo al margen de aquel servicio, en su opinión pueril, de la
Jungvolk, a los clientes morosos, a fin de que se vieran abocados, si no a
saldar sus deudas, al menos a pagarlas a plazos.
Luego me aconsejó que pusiera especial celo la tarde de un
día de la semana determinado: "Los viernes las empresas pagan, y entonces
hay que ir y cobrar".
De esa forma, con diez u once años, siendo alumno de
primero o segundo de secundaria, me convertí en recaudador de deudas astuto y
en definitiva con éxito. A mí no se me podía despedir con una manzana o unos
caramelos. Se me ocurrían palabras para ablandar el corazón de los deudores.
Hasta sus excusas piadosas y untadas con vaselina me resbalaban por los oídos.
Aguantaba las amenazas. Cuando alguien quería cerrar de golpe la puerta de su
casa, se encontraba con mi pie interpuesto. Los viernes, aludiendo al salario
semanal abonado, me mostraba especialmente exigente. Ni siquiera los domingos
eran para mí sagrados. Y durante las vacaciones, cortas o largas, trabajaba el
día entero.
Pronto liquidé sumas que, por razones pedagógicas,
indujeron a la madre a reducir las desmesuradas ganancias de su hijo, del cinco
al tres por ciento. Yo lo acepté refunfuñando. Sin embargo me dijo: "Para
que no te crezcas demasiado".
En fin de cuentas, sin embargo, disponía de más fondos que
muchos de mis compañeros de colegio que vivían en el Uphagenweg o el
Steffensweg, en villas de doble tejado con portal de columnas, terraza
abalconada y entrada de servicio, y cuyos padres eran abogados, médicos,
comerciantes en cereales o, incluso, fabricantes o navieros. Mis ingresos netos
se acumulaban en una caja de tabaco vacía, escondida en el nicho de la ventana.
Me compraba blocs de dibujo en grandes cantidades y libros: varios volúmenes de
La vida de los animales de A. E. Brehm. Al apasionado espectador le resultaba
ahora asequible ir a los "palacios del cine" más alejados del barrio
viejo, incluso el Roxi, cerca del parque del palacio de Oliva, incluida la ida
y vuelta en tranvía. No se le escapaba ningún programa.
Entonces, en la época del Estado Libre, pasaban todavía el
noticiario Fox Tünende Wochenschau, antes del documental y el largometraje. A
mí me fascinaba Harry Piel. Me reía con el Gordo y el Flaco. A Charlot
buscadorde oro lo vi comerse un zapato, incluidos los cordones. A Shirley
Temple la encontraba tonta y sólo moderadamente monilla. Me llegó el dinero
para ver varias veces una película muda de Buster Keaton, cuya comicidad me
entristecía y cuya tristeza me hacía reír.
¿Fue en febrero por su cumpleaños, o el Día de la Madre? En
cualquier caso, ya antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial creí estar en
condiciones de regalar a mi madre algo especial, un artículo de importación.
Pasé mucho tiempo ponderando ante los escaparates, disfruté de la indecisión de
la elección, vacilé entre la fuente de cristal ovalada de los almacenes
Sternfeld y una plancha eléctrica.
Finalmente fue el elegante producto de Siemens, cuyo enorme
precio había preguntado severamente la madre pero luego ocultado a la parentela
como si fuera uno de los siete pecados capitales; y tampoco el padre, seguro de
poder sentirse orgulloso de su eficiente hijo, debía revelar la fuente de mi
súbita riqueza. Después de utilizada, la plancha desaparecía enseguida en el
aparador.
La práctica del cobro de deudas me reportó otra ganancia,
que sin embargo sólo transcurridos decenios se reflejó en una prosa tangible.
Yo subía y bajaba las escaleras de las casas de alquiler,
en las que según los pisos olía distinto. El olor que despide el repollo al
cocerse era dominado por el hedor de la ropa sucia al hervir. Un piso más
arriba olía sobre todo a gato o a pañales. Tras cada puerta de la vivienda
había un mal olor peculiar. A agrio o a quemado, porque el ama decasa acababa
de rizarse el pelo con tenacillas. El aroma de las señoras de edad: bolas de
naftalina y colonia Uralt Lavendel. El aliento a aguardiente del pensionista
viudo.
Yo aprendía al oler, oír, ver y sentir: la pobreza y
pesadumbre de las familias obreras numerosas, la soberbia y la furia de los
funcionarios, que maldecían en un alemán rebuscado, incapaces de pagar por
principio, la necesidad de las mujeres solitarias de un poco de charla en la
mesa de la cocina, el silencio amenazante y las persistentes peleas entre
vecinos.
Todo ello se acumulaba interiormente como ahorro: padres
que pegaban sobrios o borrachos, madres que vociferaban en los registros más
agudos, niños enmudecidos o tartamudeantes, toses ferinas y crónicas, suspiros
y maldiciones, lágrimas de diversos grosores, el odio a los hombres y el amor a
los perros y canarios, la historia interminable del hijo pródigo, historias
proletarias y pequeñoburguesas, las narradas en un bajo alemán entremezclado de
maldiciones polacas, las de lenguaje oficial, cortadas y reducidas al tamaño de
leños, aquellas cuyo motor era la infidelidad, y otras, que sólo después
entendí como historias, que trataban de la firme voluntad del espíritu y la
frágil debilidad de la carne.
Todo eso y mucho más -no sólo los palos que recibía al
cobrar las deudas- se fue acumulando en mí, depositado para cuando al narrador
profesional le escaseara el material, le faltaran palabras. Sólo tendría que rebobinar
el tiempo, olfatear olores, clasificar hedores, volver a subir y bajar
escaleras, apretar timbres o llamar a puertas, con especial frecuencia en la
noche del sábado. Puede ser incluso que ese trato temprano con los florines del
Estado Libre, incluidas las sumas en céntimos, y luego, a partir del treinta y
nueve y del comienzo de la guerra, el cobro en marcos del Reich -las codiciadas
monedas de plata de cinco marcos-, se afirmara tan permanente como práctica
establecida, que me resultara fácil, sin escrúpulos, permanecer obstinado
durante la posguerra, en calidad de estraperlista de artículos que escaseaban,
como piedras de mechero y cuchillas de afeitar, y más tarde, como escritor, al
negociar contratos con editores duros de oído y permanecer reivindicativo e
inflexible.
Por eso tengo razones de sobra para estar agradecido a mi
madre, porque me enseñó pronto a manejar el dinero con realismo, aunque fuera
cobrando deudas. Y por eso, al ensartar el autorretrato de palabras que me
exigían mis hijos Franz y Raoul, cuando en Del diario de un caracol, que escribí a comienzos de los
sesenta, se dice lapidariamente: "Fui bastante bien mal educado", me
refiero a mi práctica como recaudador de deudas. Me he olvidado de citar de
pasada las frecuentes anginas que, antes y después de terminar mi infancia, me
libraban unos días del colegio pero me impedían prestar al cliente mi atención
obsesionada por el dinero. La madre llevaba al convaleciente a la cama, en un
vaso, yemas de huevo revueltas con azúcar
Günter
Grass
Fragmento de Pelando la cebolla